viernes, 30 de noviembre de 2012

Del vapor de agua

Efluvios, emanaciones, exhalaciones… todo con la letra e. Y es que basta una simple (no tan simple) vocal para dar comienzo a una serie de palabras magnéticamente fascinantes. La dama prende su echarpe y embelesa al respetable. En otro estamento, recoge su esportillo y se espirita a espuertas, maldiciendo a un edecán que por allí se mofaba de la forma en que se emperifollaba la anterior. Envidia, lo llaman unos; envilecimiento, otros. Y, utilizando una éctasis, haciendo ruïdo, tergiverso mi ecuanimidad.
 
Vengo de entender los vapores como gases inconexos que suben, arriba y más arriba, queriendo escapar de la Tierra (más allá de la estratosfera, con e). ¿Llegarán tan lejos los gases? Terminé muy pronto mis estudios de física, por lo que no tengo ni la más remota idea de lo que estoy diciendo ahora. Ah, sí. Gases. Gases que suben y, mirándolos, nos elevamos con ellos. Se eleva la razón y el entendimiento, pero el cuerpo no se eleva. De esta forma, se puede concluir que el cuerpo es un obstáculo para la razón y el entendimiento. Bien. Una idea prefijada. ¿Por qué son importantes la razón y el entendimiento?

Por una razón entendible: la eternidad (con e). Si nos aventuramos a viajar por la autopista de la eternidad, logramos comprender varias cosas. La primera de ellas es que no tiene peaje, estaría bueno, pero la eternidad no es del todo gratuita. Se ha de pagar un precio simbólico para unos, imposible de pagar para otros: uno ha de desprenderse del cuerpo para alcanzar la eternidad, otro no la alcanzará nunca.

Quiero remarcar la diferencia entre eternidad e inmortalidad. Lo eterno siempre ha estado ahí, sin un principio y sin un fin. Lo inmortal lo es en tanto tuvo un origen, un germen del que no se podrá desprender en su futura “eternidad”. No hasta que logre comprender la intrascendencia de su fundamento y deje de existir como hasta ahora ha pretendido hacerlo. Lo inmortal podrá no morir nunca, pero nunca será eterno. Para ser eterno, hay que comprender la fuerza de la vacuidad.

La vacuidad. Otra idea bastante afín a la materia gaseosa, si bien alcanza un sentido mucho más complejo. Tildar de volátil a la vacuidad sería quedarse corto, un insulto a la nada. Sin embargo, en este caso, la nada lo es todo. La vacuidad es un intermediario, es el eslabón (con e) entre nuestra vida y la eternidad. Es la llave que abre las puertas de la percepción (las que vengo explicando, completamente diferentes al paraíso psicotrópico de la obra de Aldous Huxley), el engarce entre lo que nunca seremos capaces de comprender y lo que podemos llegar a comprender.

La nada. Como el agua al transmutarse en vapor, perdiendo su esencia, volando hacia arriba, más allá, sin sentido, legando un desconcertante destello que golpea nuestra ignorancia como si nos negáramos para siempre a despertar a la eternidad. Sea pues. Venga a mí la nada.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Avatar o los pitufos gigantes

Hoy día todo el mundo tiene un blog. En él escriben miles de palabras… ¿qué digo miles? Cientos… ¿qué digo cientos? Decenas… ¿qué digo decenas? Palabras, al fin y al cabo. Y en ellas recogen sus pensamientos, sus pasiones, sus intereses y voliciones, sus apegos, sus desechos, sus hechos y “deshechos”. Entonces yo, que soy muy envidioso, me he dicho a mi mismo: os vais a cagar. Llego.
 
Y qué mejor manera de empezar que hablar de colores. El mundo está plenamente impregnado de colores, henchido de pigmentos, haces de luz refractada en una gama infinita, inabarcable a la percepción masculina. ¿Cuántos colores dices que tiene el arco iris? ¿Tantos? Tan magnánima comunión de dovelas no encaja en el criterio del hombre. Al igual que su carácter, el adjetivo a buscar para la noción varonil de “color” es el mismo: primarios. Vamos con el ejemplo lumínico, aprovechando que estamos comunicándonos a través de una pantalla, e introduzcamos el concepto RGB. Red, Green, Blue. Rojo, verde… y azul.
 
Ah, el azul. Cuántos matices, cuántas inflexiones y, sin embargo, tú. Añil, azur, índigo, garzo, turquesa, zarco… pero siempre tú. No puedo evitar recordar cómo siempre has sido uno de mis colores favoritos (de los pocos que distingo). No hay un solo día en el que no sienta tu vigor, tu frescura, tu firmeza. No necesito buscarte para que vengas a mí. Si miro al cielo, ahí estás. Si me acerco al mar, me escupes tu magnificencia. Busco en el diccionario y te encuentro en el lugar menos esperado: bluyín. Con dos cojones.
 
No es que lo intente, pero no te me vas de la cabeza. Y, de repente, sumido en elucubraciones tornasoladas, me pongo a ver una peli. Avatar. Mira que me gusta visualmente casi en su totalidad, pero… ¿será posible tamaña aberración de la entidad humana? No, no es lo que piensas, es un mundo diferente, con colores diferentes, donde hay pseudo-humanos cuya piel es azul. Ni hablar. Por ahí no paso. Me dejo engañar constantemente por la ficción, por la maravillosa mentira que es la propia realidad en el presente, pero que me golpeen con la existencia (irreal) de unos seres de tejido epitelial azul… a otro con eso, por favor. Pero, ¡un momento! Yo he visto eso antes. ¿Dónde? Sí señora. Los pitufos. Pitufos, ¡cuidado! ¡Gargamel el malvado!
 
Me duele en el alma repasar mi infancia, no obstante lo cual no omitiré acontecimientos personales carentes de trascendencia en la presente exposición. Como tantos otros niños de los 80, pasé horas pegado al tubo de rayos catódicos. Y sí, me daban miedo los pitufos. Gargamel era el que menos miedo me daba. ¡Cómo iba yo a sufrir ante la presencia de una representación gráfica de un ser humano! Sin embargo, los bichos esos… Si no había alcanzado el pensamiento formal abstracto (gracias, Piaget, por joderme la infancia), no puedo entender por qué pretendían que empatizara más con unos entes diminutos y azules.
 
Basta. He llegado al punto que buscaba: los pitufos eran diminutos; los bichos de Avatar son pitufos gigantes. Abstrayendo la lectura original y con unos conocimientos del francés que calificar de rudimentarios sería ponerlos en un pedestal, podríamos hablar de Les géants Schtroumpfs. Sin darnos cuenta nadie, he dado sentido al título de la entrada, aunque no quiero despedirme sin recalcar que me gustan los colores que veo cuando veo Avatar (salvo, claro está, el azul de los pitufos gigantes). A más ver.