Resulta que, en aquél tiempo, de cuya fecha exacta no quiero
acordarme pero sí del lugar, allá por Mesopotamia, no existía el hombre, y los
dioses se lo pasaban pipa con sus cosas. Y resulta que, cabreados entre ellos
(cabrearse es una de las más benevolentes prerrogativas divinas), un buen día
decidieron darse de leches. Y Marduk, que era el ramero amo de todos ellos, se
cargó a Tiamat, una pícara deidad del mar (que no telúrica o ctónica). Y el
bueno de Qingu, que era marido de ésta en segundas nupcias, la pagó con creces.
Pues no se le ocurrió otra cosa a Marduk que crear un ser mezclando arcilla
(barro, caolín, greda…) con la sangre de nuestro querido Qingu. Un ser cuyo fin
primero y último era servir a estos dioses que se lo pasaban pipa con sus
cosas. ¿Ya adivináis cuál fue ese ser? Sí. El hombre.
Por tanto, con un empiece tan particular y mitológicamente
sublime, ya entendemos por qué somos tan estúpidos, ¿verdad? De entre toda la
lista de la humanidad desde sus orígenes, incluyendo nonatos, albinos y
deformes (luego os hablo de los seres deformes), no podríamos salvar de la
quema más que a unos pocos conspicuos humanos, notables pero no sobresalientes,
porque al sobresalir se sobreentiende una sobreactuación. Si fueran
sobrehumanos… pero no. Sin embargo, es tan difícil acceder a la base de datos
de la humanidad que quizá peque de bondadoso y no deba salvarse nadie. Y luego
vendrán con esas del Juicio Final, de la salvación eterna, del Apocalipsis.
¡Quiá!
Nos portamos mal. Está en nosotros. Lo sentimos en cada uno
de nuestros pensamientos, de nuestras acciones, de nuestras inacciones. Hasta ese
que piensas tan majestuosamente perfecto, inmejorable, excelso… ese, sí, es un
cabrón. ¡Qué le vamos a hacer! Fuimos creados por una voluntad vanidosa de
alguien a quien somos ajenos. Es como pintar con plastidecores: ¿somos los
dioses de esa creación? Es como Niebla, de Miguel de Unamuno: ¿es él el
dios de sus personajes? Ante tal perspectiva vital, vamos mal. Y pecamos. Y nos
damos cuenta que el propio ser humano es el creador de sus dioses, de sus mitos
creadores. ¡Acabáramos! Entonces, ¿qué? ¿Ya puedo pecar a gusto? “Con mucho
gusto”, me dicen los dioses. Y yo mismo me autodenomino hereje y blasfemo. Que
Dios me perdone.
Y, de esta manera, nos portamos mal. Rodeados de éter, al
cual voy a elevar a la categoría de divino, porque me da la gana, decidimos
tomar las decisiones que nos parecen mejores a nosotros mismos. Egoísmo, lo
llaman. El egoísmo es dar una patada al éter, omnipotente y omnisciente como
es, y tratar de empujar el aire que sopla alrededor de otros. Pero no importa;
los otros tratarán de hacer lo mismo. Y el único perjudicado es el éter.
Tal y como he prometido, me despido hablando de los seres
deformes. Resulta que, en aquél tiempo, mientras fabricaban a los hombres en
cadena, haciendo un esfuerzo ímprobo, todo sea dicho, los buenos de Ninkhursag
y Enki mataban el tedio tomando cerveza. De todos es sabido que mezclar cerveza
y trabajo conlleva resultados desastrosos. Pues así fue: al cabo de un rato se
les nubló la pericia y montaron a un hombre al que le faltaba una pierna, otro
que no era capaz de orinar, otro con un prognatismo craneal risible… ahí tenéis
a los seres deformes. Otro dato más para justificar la maldad del hombre. Y sin
hablar de Rousseau, que fue el único hombre bueno por naturaleza.
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