Ah, ¡qué feliz era yo viviendo en Estados Unidos! En un
hermoso cubículo que respondía a los datos de 15 Chester Street, apartamento
33, Cambridge, Massachusetts, 02140. A un paso de Davis Square, lo cual ya era
parte de Somerville (la calle Chester empezaba en Cambridge y terminaba en
Somerville… lo típico, vamos). Un apartamento de una sola estancia, de los de
sofá-cama, pero que por lo menos tenía un cuarto de baño. Encajado en un
maldito cubo de ladrillo que resaltaba, junto a su gemelo del número 9, en
medio de hermosas casas típicas estadounidenses con sus porches, sus jardines y
sus puertas dobles. Los alrededores de Boston, vamos. Y a menos de 10 minutos
andando estaba Porter Square, con su Shaw’s para hacer la compra, su Panera
Bread para tomar café y dar unas clases de español un tanto ilegales… y un poco
más allá una serie de calles que hacían las veces de recinto al cual un día
decidieron llamar Universidad de Harvard.
Cogiendo el metro, que allí llamaban T, uno se plantaba en
el centro de Boston (¡qué hermosa ciudad!). De Davis a Park Street, en la línea
roja, para salir en el Boston Common, el parque que una vez fuera lugar de
asentamiento de las tropas inglesas que no podían permitir que unos hijos de la
Nueva Inglaterra les quisieran dar de lado e independizarse. Y por allí paseaba
yo, a veces solo y a veces no, pero siempre dándole vueltas a dicho conflicto. Y
de dicho conflicto se me ocurría pensar en otros, y todos convergían en lo
mismo: cuando uno no hace las cosas como quiere otro, el otro y el uno se
enzarzan en una pugna carente de sentido, pero que ha de demostrar quién tiene
razón. Sea por la fuerza de la palabra o de la acción.
Así que en esas estaba cuando llegué a la conclusión de que
una simple discrepancia puede romper una avenencia no contractual de varios
años de antigüedad. El discutir es algo muy del ser humano. Y si no se respetan
los componentes básicos de la argumentación, para poder sentar cátedra y
establecer una teoría que derogue la discusión, o incluso aunque se consideren
dichos componentes, es posible que la discusión evolucione hasta los temas más
absurdos que uno pueda imaginar. Como, por ejemplo, las diferentes formas de
doblar calcetines. Algo tan estúpido, pero que es reflejo del día a día, del
por qué somos a veces como somos y a veces como deberíamos (o no) ser. Lo cual
me ha llevado a pensar también, pero menos, sobre cuántas maneras existen de
doblar calcetines.
Sea como fuere, a menudo me pregunto si no vivimos todos en
una gran mentira donde lo que llamamos bueno es en realidad perjudicial para el
entendimiento y las relaciones sociales. Pero es que es tan fácil dejarse
llevar por las irrealidades… Allá donde se oye una voz, un grito, un golpe, un
pisoteo, una ofensa, un desprecio, una deshonra, una vejación… allá, digo, se
disfruta maquiavélicamente con la mentira de la irrealidad. Y así vivimos, y
pasan los días y los años y pretendemos hacer como que no nos damos cuenta.
Bueno, pues yo tampoco me doy cuenta. Que viva la perfidia.
Hola, Fer:
ResponderEliminarGracias por seguir mi blog, yo también enlazo el tuyo.
Muy interesante todo lo que escribes, es como para quedarse un buen en compañía de tus letras.
Un abrazo.