viernes, 4 de enero de 2013

What hath God wrought?

Ralentizando mi paso, te busco entre la gente. Te siento cerca, tanto que casi puedo alzar mi voz para que llegue a tus oídos mi mensaje. Allí estás. Me acerco. Te miro, pero tú no me miras. Y no lo haces porque tus ojos permanecen fijos en el progreso. ¡A la mierda el progreso!
 
Vamos a viajar juntos al pasado, donde cualquier tiempo fue mejor. Volemos, por ejemplo, al 24 de mayo de 1844. Por aquel tiempo se llevaba mucho más el leer la Biblia. Uno de los que lo hacían con vehemencia (pero supongo que sin que llegara a conturbarle) era Samuel Finley Breese Morse. Un bendito americano para unos, un Dios entre los hombres tal vez para nadie, pero hay que dar importancia al oblicuo tema que quiero tratar. Pues bien, encontrábase nuestro amigo Samuel buscando un legado abstruso para la eternidad cuando dio con esta cita bíblica, por supuesto de su versión del Rey Jaime (o Jacobo, que es más gracioso) que se puede leer en Números 23, 23:
 
Surely there is no enchantment against Jacob, neither is there any divination against Israel: according to this time it shall be said of Jacob and of Israel, What hath God wrought!
 
Y se hizo la luz en su cabeza. Porque, antes, el marketing consistía en ser culto; era menos peligroso ser un erudito que no serlo. Corto la comparación para no herir sensibilidades presentes. El caso es que le debió gustar el mensaje porque, después de haber hecho alguna prueba que otra, este citado día llevó las cuatro últimas palabras desde Baltimore al Capitolio, en Washington, de forma instantánea, gracias al telégrafo. Proeza que podemos calificar de revolucionaria y, como toda proeza revolucionaria, tendría repercusiones futuras.
 
Muy bien, Samuel. Ahora es posible, gracias a ti, la comunicación instantánea con cualquier parte del mundo. ¿Qué nos ha traído Dios?, te preguntabas. Pues yo te contesto: el fin de la comunicación humana. De la comunicación, del trato, del intercambio de lo que sea o de las relaciones sociales. Me niego a creer que se potencian gracias a la tecnología que, hoy día, me permiten decirte “hola” mientras me encuentro en tan indecorosa situación como es la de la evacuación (corporal, se entiende). Estoy de acuerdo en que es bonito hablar con alguien que está a miles de kilómetros, sobre todo si ese alguien manifiesta algún tipo de deseo de oír lo que su lejano interlocutor quiere decirle. Pero que nos hemos desviado tremebundamente de la parte bonita del progreso es un hecho. Si yo digo “hola”, espero recibir un “hola” a cambio. Y eso es lo que obtengo cuando saludo a alguien en persona. Ahora bien, si yo digo “hola” utilizando alguno de los aparatos que el progreso nos ha querido facilitar hay un sinfín de posibilidades estúpidas por respuesta: una imagen graciosa de un mono fumando o bebiendo su propio orín, una canción de los Beatles remezclada por alguno de esos pseudomúsicos que se hacen llamar DJs, un vídeo de la última riada que asoló las calles de un pueblo perdido en lo más recóndito del hinterlad de Kuala Lumpur…
 
No negaré que yo también me siento atraído a veces por estos menesteres. Si no lo digo resultaría paradójico, teniendo en cuenta el soporte que estoy utilizando para comunicar estas palabras. Pero me duele pensar que así es como se acaba el cuento. Llegará un día, si no lo ha hecho ya, que no sepamos con quién estamos hablando, teniendo a la persona delante y reticente a abrirnos su corazón si no es a través del progreso. ¡A la mierda el progreso!

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